Era un ser chiquito de siete años, era brillo escarchado en las uñas, pomada en los labios olor a fresa; era animal, era monstruo, era todo lo que podía ser una niña cuando la desprecian por mucho tiempo.
Voltea enseguida y ve una mancha a un costado del cesto de la basura. Curiosa por saber de qué se trata, se acerca, y lo ve. Se ven. Un mus musculus marrón, pequeño. Un homo sapiens gris, mediano.
De la boca de su madre ya no salían verbos, adjetivos letales. Estaba callada, con la pericia que tienen quienes saben que lo único que les queda por hacer es esperar y ver el mundo arder. Ya había convertido la mentira en verdad. Había construido una nueva realidad.
Sin títulos universitarios ni cargos laborales de importancia, llenaban la despensa gracias a un único atributo: su boyante cabellera. Una melena fulgurante, negra, lacia, que desprendía una fragancia aromática, similar a la del fruto de la vainilla.
Yo no podía imaginar cómo esa devaluación podía afectar la autoestima del un muerto. Creo que en mi cabeza eso era tan bajo como pisotearle la barriga a uno de los difuntos más famosos del lugar.