IRINA LÓPEZ
Julieta, sin hacer ruido, escuchaba a las otras niñas cantar detrás de la puerta: «Tengo una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y gorro de tul. La saqué de paseo y se me constipó; la metí a la cama con mucho dolor». La madre, que llevaba un buen rato observando a su hija, se le acercó para preguntarle al oído si quería jugar con ellas. La pequeña volteó sorprendida, con susurros que le soplaban un poco los cabellos: «Te da vergüenza salir y hablarles porque no te conocen, ¿cierto?», indagó la mujer, confiando en el sentido común que ella creía que le daba la adultez, la experiencia de haber sido también una niña.
Avergonzada por esa necesidad de compañía, de oreja pegada a la madera, la hija se encogió de hombros y asintió tímidamente con la cabeza.
Con un beso en la mejilla la madre le pidió que buscara sus zapatos y se los pusiera, al tiempo que ella se levantaba y colocaba la mano sobre el pomo de la puerta.
Un semigiro a la derecha y la tabla gruesa y estilizada que le abre o le cierra a extraños las residencias, las maneras de vivir de los humanos, descubrió la figura de una mujer joven.
– Hola, bonitas. ¿Cómo están?
Cinco chiquillas, a quienes se les había inculcado cortesía a punta de reprimendas y chancletazos, tuvieron que detener el canto en la estrofa que más les gustaba para pronunciar un «bien» inexcusable e inoportuno.
– ¿Saben? Mi hija es más o menos de la edad de ustedes, y ella quiere saber si puede unírseles; jugar.
– Sí –, respondió observándola, pero sin soltar sus juguetes el coro autómata.
Julieta salió cabizbaja al pasillo llevando consigo una de las muñecas que el Niño Jesús –Santa Claus para ella– había puesto los últimos 25 de diciembre bajo los pinos canadienses de la casa, o hasta la Navidad en la que la esposa de su padre descubrió que uno de los espermatozoides de su marido había volado como Pegaso, no rumbo al cuello de la Gorgona, sino dentro de otro cuello uterino.
Cargaba a su Elsa Lin, a su maniquí asiática de alta costura, por un lado en el que la opulencia del quimono con corpiño negro pudiese resplandecer. Y cohibida, pero valiosa en su propio mundo interno, cruzó las piernas, se arregló la franela que decía Kimchi, y procedió a sentarse en el piso, en uno de los espacios que dejaba el pequeño círculo que las niñas habían formado.
La madre desde la puerta, con su trato amoroso, le pidió a todas las pequeñas que se presentaran.
Luego de sopesar en microsegundos el chisme de desaire que podía llegar a los oídos de sus progenitoras y los días sin salir del cuarto que significaba eso, la más alta y bonita fue la primera en hablar. Su nombre era Tibisay, tenía ocho años y vivía en el apartamento 3-B. La catirita gordita que le seguía en tamaño era Gabriela, tenía la misma edad, y su hermana Graciela, réplica al carbón de ella, pero cabello castaño, había cumplido seis años; ambas vivían en el 3-A. Maigualida, la negrita delgada de ojos color miel, también de seis años, residía en el apartamento 3-C. Las cuatro se conocían desde que nacieron, cuando sus padres, mucho antes de tener hijos, se mudaron a ese baño de María hecho suburbio, a ese poblado económico y pequeño que quedaba a una hora en tren de la gran ciudad.
Biografía que no se asemejaba en nada a la de las nuevas inquilinas, quienes apenas tenían una semana viviendo en el edificio.
La mudanza había significado un cambio de escenario grande para la madre, acostumbrada al clima templado, al desorden justificado por el entretenimiento insomne de la metrópoli, siempre a su alcance gracias a la tarjeta de crédito de su examante. En cambio para la niña había sido una colisión emocional. Habituada a su exescuela privada, examigas clase media alta, exniñera, expadre, a su exreino gobernado por ella, la única hija, la consentida de la excasa, no terminaba de acostumbrarse a esa humildad imprevista, tampoco a la hiperglucemia visual de juguetes rubios y vestidos acorazonados que tenía frente a sus ojos.
Con la despedida de la mujer las niñas retomaron su juego como si nada, reiniciando la canción; ignorando con la disciplina propia de una tropa entrenada en expulsar intrusos, a la recién llegada:
«Tengo una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y gorro de tul. La saqué de paseo y…».
Esta era la parte donde la forastera debía, desesperadamente, cantar con ellas para ganar una aprobación que había terminado en rechazo, cuando a primera vista decidieron que ese cabello por los hombros y franela con un repollo, era de niñas feas. Pero un hecho inesperado rompió la línea de fuego de aquel destacamento de pasillo: Julieta callaba. No por propensión precoz a la altivez, sino porque no se sabía la canción.
¿Eso era posible?: ¿que una niña, un ser humano de siete años desconociese que a una muñeca famosísima la vestían con sus mejores galas, no rosadas, sino azules, y que después de sacarla a conocer otros parajes, la pobre se enfermaba?
Oh, esa negligencia terminó de ratificar su condena.
– ¿Por qué mejor no jugamos a las muñecas? Miren, si quieren les presto la mía. Es una Integrity Toys y me la trajo Santa en su trineo desde el Polo Norte–, propuso Julieta evitando a toda costa ser llevada al paredón.
– La saqué de paseo y se me constipó; la metí en la cama con mucho dolor–, cantó Tibisay en voz alta, entonando la orden para que sus amigas no se distrajeran con tentaciones raras e importadas, y retomaran la alineación.
– ¡Esta mañanita me ha dicho el doctor, que le dé jarabe con un tenedor!–, prosiguieron Gabriela, Graciela y Maigualida encauzadas, malintencionadas.
– Anden, vamos a jugar a las muñecas –interrumpió Julieta, avizorando una derrota a la cual no estaba acostumbrada–; es que esa canción no me la sé. ¿Se saben: «Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera. Me da leche condensada, ay qué vaca tan salada. Tolón, tolón»? Es muy buena, porque al final todas decimos múuuu.
– Nos la sabemos, pero no queremos cantarla. Solo jugamos con niñas que se saben la canción de la muñeca –le respondió Tibisay, no solo arrugándole el rostro y sacándole la lengua, también alargando la pronunciación de las vocales; utilizando la modulación que emplean los niños cuando declaran la guerra.
Sin terminar de entender lo que le estaba ocurriendo Julieta se quedó allí, simulando arreglar el chal de piel de su maniquí de juguete, esperando que esa exhibición calculada hiciera cambiar de parecer a sus nuevas vecinas, pero cuando se dio cuenta de que la sentencia de ese minitribunal militar era irrevocable, no le quedó otra que levantarse, tocar el timbre y entrar vencida a su casa; aplastando con su brazo los palillos chinos que decoraban el cabello de Elsa Lin.
A partir de entonces, cada tarde, de 4:00 a 6:00, su madre la apremiaba a salir al pasillo a jugar, y cada tarde, de 4:00 a 6:00, la humillaban.
Eso sí, sin dispararle a quemarropa sus balas de plástico. No fuese que sus progenitoras asestaran contra ellas sus manos de plomo: «¡Tibisay! La vecina nueva acaba de decirme que tú nunca quieres jugar con su hija, con esa pobre niña que está sola, que no tiene amigos… ¡¿Qué?! ¡Pues a mí no me importa! ¡A los dieciocho años tú escoges con quien jugar!, mientras, en estos diez años que te faltan ¡tú juegas con esa carricita!», «Gabriela y Graciela… ¿Ustedes quieren oler cuero? Como yo vuelva a enterarme de otro complot contra la muchachita del 3-D, les va a salir Pedro Moreno para quitarles lo mano y ponerles lo bueno. Dos Pedro Moreno pa’ Graciela y cuatro pa’ Gabriela, por ser la más grande y seguro la cabecilla de todo esto», «Maigualida se la pasa haciendo lo que hacen las otras con el cuento de que es la más chiquita. Si sigue así, desde pequeña va a ir aprendiendo que el Silbón no sale en esta casa, lo que sí sale es la chancleta».
Así que esas tardes se convirtieron en un fusilado sin pelotazos en el rostro. Julieta podía jugar con ellas, únicamente si sus muñecas interpretaban los papeles más degradantes de cada trama lúdica. De nada valía que sacara todos los días una figurilla nueva para impresionarlas, para tentar a la sumisión atolondrada de Gabriela, Graciela y Maigualida de pedirle prestada esa rareza, y así ganarse su amistad con un pedazo de plástico importado. Ese tipo de transacciones funcionaban en su excasa, con su exgrupo de amigas; lamentablemente para su estrategia de mocosa esnobista, las nuevas vecinas eran pueblerinas y no se emocionaban con nada que no apareciera en un comercial de televisión nacional en época decembrina.
Cada lunes, martes, miércoles, jueves y viernes después de la escuela, terminadas las tareas, las que ella pensaba que eran menos modernas y cómicas que ella, decidían por ella: un día, The Enchantress Nadja Rhymes, la esbelta muñeca negra de cabello trenzado en dos rodetes, stilettos y abrigo de piel fucsia, podía ser la villana. Otro, Dasha D’Amboise, la pelirroja de botas altas de vinilo, tocado avant garde y fina imitación de zarcillos de esmeraldas, debía representar, sin reproches, el papel de la hermana de Lola. Traducción: la pariente no interesante de la Barbie, rubia, princesa Disney de Tibisay, objeto de culto por la que sus amigas estaban dispuestas a sacrificarse; la protagonista de todos esos libretos de pasillo. Ni hablar de la pobre Darla Daley, que a pesar de lucir como si hubiese sido sacada de un catálogo de Mary Quant, tenía que ser el servicio de las demás muñecas, quizás por ser la única con la tez morena, como Tibisay, como casi todos. Mas cuando a Lilith Blair, con sus lentes oscuros, cabellera lacia y negra, blusón de diseñador que sobresalía por debajo de la minifalda de cuero y medias de nailon le tocó ser la madre de Lola, Julieta pataleó, se levantó y paró el juego. Habían ido demasiado lejos. Ella no estaba dispuesta a que ninguna de sus maniquíes fueran la madre de nadie, especialmente de la Cenicienta de Mattel, de esa atrocidad azul celeste con corona y zapatillas con luces.
¿La aburrida?, ¿la casada que no podían coquetear con nadie?, ¿la de las ropas conservadoras, feas? ¡¿La vieja del grupo?! ¡Nunca! Lástima que Julieta no contó con la mirada insidiosa de Tibisay y su sonrisa de varios dientes permanentes: «Va a ser la madre de mi Lola, y si no te gusta, no juegas más».
Con su ego más lastimado que cualquier raspón, de esos que le dejaban la hora de recreo en el colegio, Julieta levantó sus rodillas del piso. Nadie estaba para defenderla. Tal vez por eso, abstraída en su desamparo, no vio venir la presión incómoda en la garganta y en los párpados, que al pestañear empezaron a toser lágrimas. Extenuada, su fracaso fue visible.
Los rostros de las niñas brillaron como fuegos artificiales. Triunfantes, no demoraron en señalarla, en reírse, en levantarse de un brinco para encerrarla en un círculo, saltar y cantar alrededor de ella: «Julieta está llorando. Julieta está llorando. Julieta está llorando».
Desde entonces, Julieta, la «llorona», la «muáaa-muáaa» del 3-D, no volvió a salir a jugar, a no saber cantar con ellas. Apenas la veían una que otra vez cuando llegaba a casa con su uniforme puesto, tomada de la mano de su madre cuando esta salía del trabajo. Pasó a convertirse en un organismo viviente sin relevancia para sus contemporáneas de ocho y seis años. Ese fue su rol, hasta una tarde de abril.
Ese día su mamá la había mandado a la librería a recoger los cartuchos de su Montblanc Kafka, que ella con empeño de tutora del cosmopolitismo, le decía a su hija que se pronunciaba «Kaska». Estos habían demorado tres semanas en llegar, justo cuando una gripe rompe huesos la mantenía en cama. Razón por la cual Julieta se vio en la obligación de ponerse sus lentes blancos, a lo Kurt Cobain, y atravesar ese pueblo que dejaba olor a sol en las pieles; llevando consigo dentro de su bolso de niña, tejido y verde, la pluma para que el dueño del comercio verificara que se trataban de los repuestos correctos.
De regreso en el edificio se topó con la reja abierta. Qué bien, ya no tenía que llamar a su madre por el intercomunicador para que la dejara entrar. Tomó el elevador como si nada, pensando en lo mucho que le molestaban las clinejas que esta le había hecho, tan apretadas que hacían que le picara la piel alrededor de las orejas. Se rascaba cuando la polea se detuvo y el ascensor abrió su puerta. Allí, frente a ella, cuatro muñecas arropadas tomando una siesta de pasillo; abandonadas temporalmente mientras sus dueñas, seguramente interrumpidas por los gritos de sus madres, entraron a cenar temprano a sus respectivos hogares, como era costumbre en esa geografía extraña.
¡Gracias Ratoncito Pérez!, por no haberle dejado dinero, sino esa sorpresa.
Con las pupilas hechas metras y el corazón un tamboril, Julieta salió y vio rápidamente las cuatro mirillas para verificar que estuviesen translúcidas, que ningún ojo, alentado por el ruido del elevador, se encontrara detrás de ellas. Era la ocasión propicia. Al menos eso era lo que opinaba la rabia, pidiéndole que la dejara escapar.
De puntillas se dirigió al grupo de muñecas, quitándole solamente a Lola la sábana que acobijaba sus sueños de ojos pintados, eternamente abiertos. La tomó con cuidado, rogando que sus antepiés la llevaran sin hacer ruido hasta al marco de la puerta que comunicaba a las escaleras. Una vez debajo del dintel, de esa demarcación que la adentraba a un espacio en el que la pereza ante la idea de hacer un esfuerzo físico había desaparecido a la especie humana, Julieta comprendió que tenía que comenzar a subir esos escalones, lo más deprisa que se lo permitiesen sus piernas de siete años de largo. Es decir, de dos en dos peldaños.
Sabía que lo que estaba a punto de hacer podía transformarlo todo: su madre la castigaría. Peor, podía decepcionarse de ella. Todo el edificio creería que era una chiquilla mala. Ahora sí ningún niño querría jugar con ella. Pero ahí estaba, libre, a punto de trazarse para sí un nuevo destino. ¿Y no es esa justamente la magia, también el peligro de ser niña?: ¿la facilidad con la que cualquier arrebato por satisfacer las necesidades inmediatas suele imponérsele a las consecuencias?
Era un ser chiquito de siete años, era brillo escarchado en las uñas, pomada en los labios olor a fresa; era animal, era monstruo, era todo lo que podía ser una niña cuando la desprecian por mucho tiempo.
Oculta en ese territorio habitado por el concreto y el pasamanos metálico, debía detenerse antes de llegar a cada piso; cerciorarse de que nadie estuviera en ellos. Nadie podía verla u oírla corriendo con una Barbie vestida de princesa guindando en una mano. Así siguió subiendo escalones, que ya a sus piernas se les hacían más altos.
Casi sin aire llegó al décimo piso, a esa zona despoblada en la que nadie había comprado o alquilado un apartamento; un penthouse en un pueblo. Allí, segura, se recostó de la pared y dejó que su cuerpo se deslizara hasta quedar sentada en el suelo de cerámicas ambarinas. Para ejecutar la siguiente parte de su plan, era imperante recuperar las fuerzas.
Ya un poco descansada, la inquietud volvió a ella. Sin mucho tiempo que perder, no sea que alguien oprimiera accidentalmente el botón número diez del ascensor, se puso de pie, abrió la puerta del cuarto de la basura, encendió la luz y se encerró en él.
Estrecho como el resto, no tenía lámpara como todos los demás, apenas un bombillo que lo iluminara. Con el olor de los desperdicios pegados a la cubierta rota de aquel instrumento metálico, ideado para tirar las bolsas de la basura, y a la orina de los niños traviesos que les daba flojera interrumpir el escondite o el palito mantequillero para ir a los baños de sus casas, a Julieta poco le incomodaba el escenario. ¿Cómo hacerlo? El tesoro más grande de Tibisay estaba con ella, con ella en ese lugar inmundo.
En la protección de aquel sitio brotó en ella una sonrisa poderosa. Se quitó los lentes y procedió a inspeccionar por primera vez a Lola, que lucía, la verdad, perfecta, bien cuidada. Resopló profundamente al compás de unos músculos faciales que volvieron a endurecerse, y de algo que comenzó a palpitar, a hacer tictac en ella. Julieta era una bomba.
Su boca se abrió como un abismo. Sus dientes, los permanentes que le estaban saliendo, y los flojos de leche, se clavaron en la carne plástica. Era un ser chiquito de siete años, era brillo escarchado en las uñas, pomada en los labios olor a fresa; era animal, era monstruo, era todo lo que podía ser una niña cuando la desprecian por mucho tiempo.
Desgarrándola le arrancó las manos, los pies, escupiendo como gomas de mascar pulgares, dedos pegados Mattel. «¡Eco!», se dijo asqueada: «Sabe a mayonesa mala».
Molesta, colocó de inmediato esas palmas que todavía se entretenían aplastando y alargando plastilinas, una sobre la cabeza, y otra sobre la corona plateada y el moño inmenso. Ráfagas de furia, sorpresa y aprendizaje. ¿Ella era fuerte o esa muñeca era barata? No importaba. No paraba. Mechones eran arrancados de raíz; deforestación de cuero cabelludo, pura goma agujerada.
Calva, sin manos, sin pies, comida, después de haber entretenido a una última niña, a Julieta le pareció que esa Barbie ya estaba lista para despedirse del mundo de los más pequeños. ¿Quién dijo que Tibisay nunca la dejó jugar con su muñeca?
Desamarró su bolso y sacó la pluma. Había perdido la cuenta de todas las veces que la había agarrado a escondidas. Casi todas para poder ver de cerca la cucaracha que tenía grabada, esa que tanto le daba risa. Ahora, esa punta que su mamá decía que era resistente, porque era de oro blanco, estaba encima de la Cenicienta. Brazo arriba, brazo abajo, era el movimiento del odio. Julieta llenaba el vestido con heridas de sangre de tinta negra; esperando con su simpleza de chiquilla que Lola llorara como Tibisay la había hecho llorar a ella.
Ya contenta, también un poco fastidiada, lanzó el cadáver de tela y de vinilo por el bajante de la basura, el cual seguro aterrizaría sobre bolsas llenas de comida descompuesta, gusanos, cochinadas. Abrió la puerta, apagó la luz y bajó al octavo piso para tomar el ascensor, para que este no llamara la atención de nadie al detenerse en un piso sin habitantes.
En la planta baja debía salir del edificio sin que nadie la viera para que su fechoría infantil no fuese descubierta. Cuando el elevador alumbró «PB» y abrió sus puertas, no hubo una sola persona. Al parecer aquel edificio del interior del país y de tradiciones a la vieja usanza todavía estaba cenando. No podía creer su suerte.
Corrió, tocó rápido el interruptor que abría automáticamente la reja principal y salió victoriosa.
Treinta minutos después, Tibisay estaba echada en el piso, abrazaba las piernas de su madre. Ese rostro hermoso que obtenía la aprobación de los adultos, estaba velado de desconsuelo. Alguien le había robado a su Lola, a su muñeca predilecta, familia de la infancia, modelo primario de hija. Con las manos cerradas en pequeños puños rabiosos, golpeaba las ropas que vestían a su mamá para expresar el dolor de la primera pérdida que enfrentaba su corta vida, al tiempo que las otras representantes y niñas, confundidas, no hacían otra cosa que intentar confortarla. Habían buscado a Lola por todo el pasillo, en la escalera del mismo, incluso en el primer, segundo, cuarto y quinto piso, sin hallar un solo rastro de ella.
El sonido de las guayas trajo consigo al elevador. Con shorts de jean azules, deshilachados y anchos, y una franela blanca que en letras rojas decía: Some kind of wonderful, Julieta llegó al pasillo. Le dio las buenas noches a los adultos e hizo como si no notara el caos. Sin embargo, el resplandor en esa mirada…
Tibisay entrecerró sus ojos llorosos, minuciosos, y arrimó un poco la falda que le servía de pañuelo, para seguirla con su vista adolorida, henchida de sospechas.
Julieta tocó el timbre de su casa hasta que la madre abrió entre extrañada y molesta:
– ¿Por qué te tardaste tanto?
– Mamá, tenía rato tocándote el intercomunicador para que me abrieras. Creo que se echó a perder de nuevo.
– Entra.
Esa noche, cuando la madre pasó frente al cuarto de su hija, la escuchó entonar contenta un sonido melodioso y familiar:
– ¿Viste que sí podías? ¡Te aprendiste la canción!
La niña volteó risueña, mientras ponía a Elsa Lin a desfilar por la pasarela de su cama, sin dejar de cantar:
«Tengo una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y gorro de tul.
La saqué de paseo y se me constipó; la metí a la cama con mucho dolor.
Esta mañanita me ha dicho el doctor, que le dé jarabe con un tenedor.
Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis.
Brinca la tablita ya-yo-la-brin-qué, bríncala de nuevo yo-ya-me-can-sé».
Texto publicado en La tierra del cacao en 2006.