IRINA LÓPEZ
El sol se asomaba por uno de los picos de la montaña, entibiando con su despertar los techos rojos que colmaban las serpenteantes faldas de El Ávila. Abajo, en la ya templada Puerta de Caracas, un olor a arepa asada le quitaba a Rosario las legañas, anunciándole el arribo de otro domingo con sabor a mantequilla y a queso de mano. Hambrienta, y con los brazos estirados en un bostezo, puso sus pies descalzos en el piso y salió del cuarto. El ruido del televisor encendido la guió hasta la sala:
«Empezaron a llegar los misiles. Los yanquis presionaron a Rusia para que no nos vendieran eso, y aquí los tenemos ya».
Rosario iba como cada mañana a pedirle la bendición a su abuela, pero esta se abrochaba apresurada los botones de la bata floreada y se ponía las cholas para no perder más tiempo. Intrigada por aquel comportamiento ajeno a su rutina calmada y dominical, se animó a interrumpir a la anciana cuando su mano venosa introducía, con excelente puntería, la llave en el cilindro de la reja:
–Abuela… Bendición. ¿Y usted para dónde va así?
– Dios te bendiga. Voy a la calle de atrás. ¡Es que amaneció muerto un taxista! El hijo de la señora Ramona dice que el balazo que le metieron lo dejó recostado sobre el volante. Seguro lo mataron para robarlo. Hay que ver que si hay gente mala en este mundo.
– ¡¿Y usted quiere ver eso?!
– Pues ¿por qué no? Toda la Norte 8 está allí, viéndolo.
– ¿Pero quién en su sano juicio quiere…? –recostando el peso de su frente, de su sensatez sobre su mano izquierda–. ¿Sabe qué? Olvídelo. Al menos póngase unos zapatos, ¿qué es eso de salir a la calle en chancletas?
– ¡No! Es que ya viene la policía. ¡Tengo que verlo antes de que lo recojan!
La anciana terminó de girar la cerradura y plantó sus chinelas de goma sobre la calle empedrada, rumbo a ver la función que estaba dando un taxista a una cuadra de la Iglesia La Pastora. Ni siquiera el Ave María escrito entre las cúpulas de la sede espiritual de la parroquia hizo que disminuyera su paso, el de ella ni el de nadie.
«…el pueblo organizado en armas, incorporado a la Milicia Nacional Bolivariana, atendiendo el llamado de defensa integral de la patria planteado en la Constitución».
Era el padre, el hijo, el esposo, amigo, vecino, compañero de trabajo de alguien el que yacía tieso y con los ojos abiertos sobre la dirección del auto blanco. Un pedazo de plomo de nueve milímetros había tenido el tamaño suficiente para atravesarle el cráneo, los sesos; la última esperanza.
Aquel hombre que sus progenitores bautizaron con el nombre de algún familiar, un santo, o uno que tuviera un significado o sonido grato, ahora era conocido en esa cuadra como el «taxista muerto». El muerto que había llegado hasta esa esquina de viviendas de tejas e inmensos ventanales, para morir dos veces: la primera de un disparo, al resistirse al robo, y la segunda, al servirle de comida a las aves carroñeras que se pasaban la lengua por las pupilas anhelando algo de sangre en el asfalto, para verla secar, para poder decir: «Aquí fue donde le pegaron el balazo al taxista que amaneció muerto».
Mientras, en la casa, Rosario se llevaba el índice doblado detrás del pulgar al centro de su frente, barbilla, hombros y boca, con el ruido del televisor a su costado:
«Ahora, seremos militares todos (…) Es el pueblo en armas…»
La Señal de la Santa Cruz, el ritual de la misericordia obligada en una oración que duró lo suficiente para dejar de rogar por el descanso eterno de esa alma y comenzar a pedirle a San Alejo que la violencia, la inseguridad y la muerte no se acercaran a ella ni a los suyos. «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Hora de levantar la rodilla hincada, de arreglarse el escote de la blusa recién puesta y de decir: «Amén».
Sin pensar en tomar siquiera el control remoto –el televisor siempre se dejaba encendido para hacerle creer a cualquier ladrón, con la voz del animador de fondo, que en esa morada había gente–, Rosario giró la manilla de la puerta:
«No es posible, contra la burguesía, hacer una revolución pacífica y desarmada. Nuestra revolución es pacífica, pero también está armada. ¡No volverán! Patria socialismo o muerte. ¡Venceremos!».
Salió a cumplir su rutina calmada, dominical, a comer su desayuno de maíz blanco y humeante; ya menos culpable, mejor preparada para pedirle a los vecinos uno que otro detalle morboso. Sin advertir en esa mañana de taxis, rezos, mordiscos a arepas y oídos atentos, que la figura de la muerte le hablaba a ella, a ellos, a todos.
Texto publicado en La tierra del cacao el 25 de septiembre de 2010.