IRINA LÓPEZ
Era un hueco hecho rectángulo en la parte superior de la pared, demasiado próximo a los lindes del techo. Su forma hizo que se ganara un nombre, también un propósito: «ventana de la cocina»; una que no daba al exterior del edificio, sino al interior del mismo. A uno de los pasillos tipo terrazas en los que los vecinos salían a despejarse, en esas horas en las que el ocio no podía mantenerlos cautivos en sus casas.
El extraño diseño arquitectónico nunca produjo más de un pensamiento o dos en Anacé, quien como buena visita estaba fregando los platos sucios del almuerzo familiar. Con su melena rosa pastel sujeta en una trenza de dos cabos, goma de mascar y franela de Billie Eilish, aceptaba ciertos hechos sin ninguna explicación. No por desdeño a la razón, sino porque no iban a proveerle ninguna virtud, tampoco serle de alguna utilidad.
Con apenas quince años, la ventana o la materia oscura podían ser obras de la Creación, del Big Bang, del universo en expansión o de quien tuviera la razón. Qué ganaba pensando en ello, si nada iba a alterar el hecho de que le pidieron a ella lavar la olla en la que el arroz se fundió como un átomo. ¿Ese vano tenía el poder de liberarla de esa condena? No. ¿De ayudarla a pasar Física y Matemáticas? Tampoco. ¿Esclarecer el único acertijo que verdaderamente la intranquilizaba?: ¿su nombre?, ¿ese nombre? Nah. Para nada.
Eso era menester de su almohada, que cada noche tenía que trabajar soportando el peso de una cabeza que encendía sobre su funda las luces de caminos que culminaban en la misma calle ciega: la noción de que la palabra que debía conectarla con todo lo que era ella, que la identificaba en este planeta, que le servía de autorreferencia, no era más que una extensión vanidosa, vasallaje, revoltijo de mal gusto del nombre de otro individuo. Específicamente del de su madre: Ana Cecilia.
No podía esperar cumplir la mayoría de edad para cambiárselo. ¿Con qué abogado? No tenía idea. ¿Con qué dinero? Ese detalle tampoco lo tenía claro.
Mientras ponía en el último lugar de prioridades lo esencial para eliminar la traba que incomodaba a su ser, Anacé seguía pasando la esponja enjabonada por la capa de granos para ver si daba con el fondo de cerámica. Restregaba con fuerza, cuando de pronto aquel agujero en la cocina cobró vida, cuando afuera, en el pasillo, las voces de su mamá y de su abuelo se colaron a través de él.
El acto reflejo de ver la ventana hizo que un mechón rosado le rozara un ojo. Resopló con su boca para moverlo, y volvió a enfocarse en su existencia, en la pila de platos sucios que la apartaban de su autonomía.
No tenía nada de extraño que su madre y su abuelo quisieran pasar algo de tiempo solos, especialmente en ese momento. Ambas estaban de visita para ver cómo él estaba reaccionando a su primera semana de quimioterapia. La detección de ese cáncer había impactado como un torpedo a la pequeña familia que él y su abuela habían formado. Había abierto la posibilidad de que uno de ellos llegase a faltar.
–Por allá viene mi mamá. Ya llegó de la farmacia –, le escuchó decir a Ana Cecilia sin prestarle mucha atención; pensando si debía echarle más detergente a los tenedores.
– Regresó rápido. Menos mal –, respondió su abuelo con tono cansado.
– Ujum…
Anacé, con la mano en forma de aleta metía esta vez la esponja dentro de un vaso.
– Mira, papá. ¡Mira!… ¿Estás viendo eso?… ¿Estás viendo cómo camina, cómo se tambalea cuando ve al vecino?
Diecisiete palabras que organizadas de la forma que lo hizo Ana Cecilia, convirtieron a Anacé en unas pupilas dilatadas alrededor de dos aros ambarinos, en una respiración acelerada.
– Tú en tratamiento, recién operado de la próstata, y mírala a ella… Mírala cómo le pasa por el frente la muy sinvergüenza.
Sin un pensamiento organizado colocó el vaso a un costado. Al tiempo que cerraba lentamente el grifo, para que el sonido del agua no se mezclara con la conversación que no estaba segura de querer escuchar, pero que un revés geográfico había puesto a su alcance sin consultárselo.
Un muro de concreto, un muro la separaba de ellos. Afuera, pintado con el marrón verdoso del edificio. Adentro, revestido con baldosas con motivos vegetales, propios de una cocina.
Ellos no podían verla, ni escucharla. Ella en cambio podía oírlos.
– Qué descarada. En vez de subir a la casa y estar contigo, con la familia, se quedó hablando con él. Esa es la esposa que te gastas, papá.
Su mundo comenzaba a torcerse. El odio inadvertido había moldeado la voz bonita de su madre y revelado un virtuosismo para el ardid.
– ¿La estás viendo?
–Sí–, finalmente respondió el anciano, adolorido; como si su hija lo hubiese ayudado a descubrir algo que él solo jamás habría podido advertir.
Con los labios ligeramente entreabiertos, la goma de mascar triturada, flotando sobre la lengua, y la mano enjabonada apoyada en la parte externa de la pileta, Anacé se concentraba en lo que ya no podía parar de oír.
Puede que haya sido un estímulo involuntario que terminó convirtiéndose en decisión, pero en cuestión de segundos se percató de que se estaba arriesgando a ir al balcón. Era una mala idea. De eso estaba clara. Si la descubrían iba a salir perdiendo: un vínculo paternofilial la unía a Ana Cecilia, uno donde ella era lo filial; lo filial menor de edad. Pero no podía quedarse allí sacando conclusiones basadas en audios. Necesitaba ponerle imágenes a las acusaciones que estaba haciendo su madre, para ver si estas justificaban aunque sea un un poco esa asechanza dominical, esas ganas incomprensibles de hacer daño.
Con la mayor brevedad escupió el chicle en la basura, se puso de cuclillas, desamarró los cordones de corazones negros de sus zapatos deportivos, y en milésimas de segundos paranoicos resolvió quitarse las medias para no resbalarse, también para que no se le ensuciaran.
Descalza puso a balancear sus dedos y sus empeines sobre el piso de cemento alisado. Dio dos pasos. Entumecida, encorvó la espalda, cerró los puños. ¿Por qué estaba tan frío si afuera hacía calor? Ah, enseguida se arrepintió de no tener las medias puestas.
Con la carne de gallina retomó el plan: para llegar al balcón debía pasar por el comedor, que estaba primero, y luego por la sala; pero sin que la puerta principal, que estaba abierta y que daba al pasillo, la delatara. Aceleró de puntillas y no se dio descanso hasta llegar al comedor. Lugar desde el que podía ver el gran espejo de marco dorado, de segunda mano, que estaba en la sala y que reflejaba esa sección de la vivienda, también la entrada. Un truco que conocía desde niña, en la época en la que debía cerciorarse de que sus abuelos no la pillasen haciendo una travesura. Solo que ahora era ella quien intentaba descubrir el mal obrar de los adultos.
Una vez segura de que Ana Cecilia y su abuelo no estaban a punto de entrar, resolvió no perder los minutos que no tenía. Atravesó la sala que desembocaba en el balcón, ubicada, como en el resto de los apartamentos, en la parte frontal del edificio. Allí pudo volver a poner las plantas de sus pies a sostener todo su cuerpo, mientras notaba cómo la decoración de la casa de un par de viejos, con un sillón atravesado, favorecía su propósito.
«Bingo», pensó, y se ocultó detrás de este. Cautelosa, deslizó lentamente una de las puertas de vidrio del balcón.
El exterior por fin se mostraba ante sus ojos.
En él pudo ver a su abuela, a la mujer que le cantaba canciones de cuna cuando niña. Estaba recostada contra un muro, viendo algo en la distancia, con esa mirada que tienen las personas que han notado de pronto que tienen una tarea que cumplir, pero que por obligación deben continuar lo que comenzaron. En el caso de ella, la conversación que estaba sosteniendo.
El vecino estaba a su lado, de pie, con el rostro cordial que lo hacía tan querido por todos en el edificio. Eran un par de septuagenarios que se conocían desde hace muchos años, y que mantenían una charla sin saber que un piso más arriba, la hija de ella cobraba un rencor longevo contra su madre o contra su padre, puede que contra ambos.
Anacé volteó el cuello, la cabeza, toda su ansiedad hacia la izquierda, y pudo observar a su abuelo y a Ana Cecilia. Ambos con los antebrazos cruzados, apoyados en el alféizar de la terraza tipo pasillo; oteando al par de ancianos.
De la boca de su madre ya no salían verbos, adjetivos letales. Estaba callada, con la pericia que tienen quienes saben que lo único que les queda por hacer es esperar y ver el mundo arder. Ya había convertido la mentira en verdad. Había construido una nueva realidad.
Esa tarde Ana Cecilia y Anacé regresaron a casa, donde la esperaba su padre, listo para descansar, para ver televisión con su esposa e hija, juntos, en familia.
La poca experiencia que le brindó la edad resolvió no confesarle a su mamá que su perjuicio había tenido un testigo.
Pesó como un tanque el «Amo a mi mamá» de los silabarios, todos los collares con rigatoni que hizo en la primaria y que dio como regalo el Día de las Madres, las veces que de niña, todos sus parientes le dijeron que debía querer incondicionalmente a la persona que la trajo al mundo.
Terminó siendo cómplice por protocolo.
Ni siquiera se atrevió a revelárselo semanas más tarde, cuando el teléfono trajo consigo la noticia de que su abuelo, celoso, senil, con una hombría cosida con ácido poliglicólico y venas hinchadas por fármacos, intentó atacar a su abuela con un cuchillo. La vecina subió lo más rápido que dieron sus piernas ancianas, e intervino para hacerlo recapacitar. Su gesto fue tan grande que se vio en la obligación de confesarle que su marido era un hombre entregado a su familia, tranquilo e impotente. Que no había forma de que este estuviese interesado en su esposa, y que esta tampoco se sentía atraída por él. Pero las palabras de Ana Cecilia hicieron más daño que las células que estaban devorando su próstata, y para ese entonces, también sus ganglios linfáticos. A los días fue internado en una clínica para que culminara el tratamiento y luego fue mandado a un geriátrico. Allí permaneció un año después de ese único incidente, en el que fue tachado por siempre de «peligroso».
Anacé está de nuevo en esa cocina. De pie, pensativa, parece calcular una raíz cuadrada, una fórmula que la ayude a meter en el fregadero la bandeja en la que se sirvieron las tazas de café. Es una pila metálica angosta, adecuada para una estancia pequeña como la de ese apartamento. Entonces ¿por qué su abuela compró una charola gigante? ¿Cómo pretende su familia que ella friegue eso? Peor, ¿cuándo se ganó el puesto de lavaplatos?
Suspira frustrada. No sabe qué hacer, cómo lavar esa cosa sin tener que limpiar doble, sin hacer en el piso una laguna que luego la obligue a pasar coleto. Es posible odiar aún más ese día, ese en el que vio metido en un ataúd al hombre que amoroso, la tomaba de la mano y la llevaba todas las mañanas al colegio. El que de regreso le compraba dulces, los que más le gustaban.
Sabe que lo mejor es concentrarse en la bandeja, que nada gana pensando que uno de sus seres más queridos se marchitó solo, rechazado; que las últimas personas que vio fueron los empleados del oncológico; rostros con salario.
Respira con rabia, como si resollando pudiera vaciar la tristeza y hacerle espacio a algún consuelo. Alza el rostro con abatimiento y la ve, ve la ventana. Esa abertura mal colocada, vestida con armazón y cristal. Se le viene a la mente un viejo eco que contrasta con la imagen de Ana Cecilia vestida de negro en el velorio, recibiendo pésames con su máscara de hija.
Anacé ya tiene 20 años, y todavía no sabe cómo cambiarse el nombre. El homenaje que se rindió a sí mima la mujer que la dejó sin abuelo, que puso en riesgo la vida de su propia madre; esa a la que también llegó a escribirle: «Mi mamá me mima», «Mamá me ama», «Amo a mi mamá».