IRINA LÓPEZ
¿Cuántas veces Philando Castile pasó por esa avenida sin imaginar que allí lo matarían? ¿Cómo podía presumir que la trigésima segunda inspección de tránsito que le harían, se convertiría en el último momento de su vida?
6 de julio de 2016. 8:20 p.m. Las catorce horas diarias de luz solar que ofrece el verano minnesotano están por terminar. Philando Castile ha tenido una jornada larga. Luego de culminar sus ocho horas de trabajo en la cafetería escolar que supervisa, ha salido a a la calle a abordar su viejo Oldsmobile blanco.
Maneja hacia una lista de quehaceres: debe buscar a Diamond, su novia, luego a Deanna, la hija de esta; llevarlas a visitar a la hermana de Diamond, ir al supermercado, cenar algo en el camino, y después, al final de la noche, llegar a su casa.
El Oldsmobile de los años noventa lo consola mostrándole a través de sus vidrios y ventanas abiertas lo que queda del día.
Sabe que tiene un poquito de marihuana en la guantera, la que le quedó de la celebración del 4 de julio. Quizás le dé por fumarla antes de acostarse. Le vendría bien relajarse, pero debe tener cuidado con ello. No está en Colorado, Oregon, Washington, mucho menos en Alaska, y a sus 32 años no necesita sumarle otra multa de tránsito a las cuarenta y seis que ya ha tenido.
Mientras, sigue rodando. Diamond y la niña ya están en el auto, viendo con la indiferencia que da la costumbre como en cada esquina una banderola verde con un halcón blanco les da la bienvenida a Falcon Heights; a esa localidad clase media situada entre Saint Paul, la capital de Minnesota, y Minneapolis, su centro mercantil.
Estaciona el auto.
Ha llegado a la casa de su cuñada, a otro espacio cerrado. La meta es no es quedarse allí mucho tiempo.
Afuera, en la claridad grisácea, la herencia escandinava minnesotana no pierde su disciplina. Aceras de un tono tan claro que parecen no haber sostenido a un ser humano, comparten límites con jardines de céspedes podados, donde la rigurosidad de sus flores, vallas de maderas, gnomos de yesos o columpios, se combinan con una que otra bandera estadounidense haciendo su Iwo Jima en la fachada de alguna casa; azules, rojas y blancas, como las luces avizoras de las patrullas de St. Anthony Police. Como la que conduce el oficial Jerónimo Yánez.
Escondido en el estacionamiento de un edificio, este tiene una vista clara de uno de los semáforos de una intercepción principal, un radar de control de velocidad en la mano y una salida inmediata a Larpenteur Avenue.
Lleva varios minutos allí, presenciando el orden. La paz suele ser la pauta en áreas que tienen décadas sin escuchar un disparo. Pero de vez en cuando ocurre algo, como ver pasar un Oldsmobile algo oxidado, que lleva a bordo a tres afroamericanos.
Ha llegado el momento de apretar el botón y hacer sonar la sirena:
– Habla el oficial Yánez. Voy a detener un vehículo. Voy a chequear identificaciones. Tengo un motivo para hacerlo.
Operadora policial:
– Copiado.
– Los ocupantes se parecen a unas personas involucradas en un robo. El conductor luce como uno de los sospechosos porque tiene la nariz ancha.
– Copiado.
Más rojo, azul y blanco. La patrulla de Joseph Kauser se une para servirle de refuerzo a su compañero.
9:06 p.m. Con un arma apuntándola desde la ventana del piloto, Diamond mantiene las manos a la vista de Yánez, pero sin desprenderse de su teléfono celular. Pone su dedo sobre el ícono que dice Facebook, escribe el título que la prisa le permite: «police», y comienza a valerse de las descargas de videos en vivo para grabar lo que les está ocurriendo.
Philando tiene heridas de balas en su costado izquierdo. Con el cinturón de seguridad puesto y las manos cruzadas sobre sus muslos, junta los labios en una u y se lamenta. Su rostro expresa dolor, también el temor que da el saberse mal herido. Solo él y quienes han podido detallarlo, los contactos de Lavish, el nombre que Diamond utiliza en la red social, saben algo que ella, la niña y el policía desconocen, que son pocas las probabilidades de que él sobreviva.
Con la cámara del móvil en función de autorretrato, Diamond se convierte en narradora du dehors de su tragedia: «(Philando) le dijo que tenía una licencia para portar una pistola, y que tenía una consigo en el carro… Y el oficial comenzó a disparar».
En el muro de su Facebook los comentarios comienzan a ser publicados tan rápido que parecen tropezarse: «¡Dios mío!», «Por favor, no pares de grabar», «No puedo dejar de llorar. Esto me ha roto el corazón», «Mantén la calma por la seguridad de tu hija», «¿Alguien puede ir a buscar a la niña?», «Obtén el nombre completo del policía».
Uno de ellos crea la etiqueta: «#DóndeEstáLavishReynolds», y en cuestión de segundos comienza a darse el intercambio de
información y de contenido en la red.
Ahora son miles los testigos ocultos detrás de una pantalla.
Yánez, de pie, se coloca en una posición que le permite ocultarle su rostro a la lente del móvil.
En 2014 ¿cuántas horas asistió al polémico seminario Guerrero a prueba de balas? Ese que todavía le enseña a las fuerzas de seguridad a «disparar inmediatamente si se sienten amenazados», así el peligro no sea real, porque «dudar puede causarles la muerte». ¿Por qué solo hacer énfasis en los instintos y no en mantener los nervios bajo control? Esos que ahorita están dejando que un hombre se desangre.
– ¡Mantén las manos donde pueda verlas!
– Lo haré, oficial –le responde Diamond–. No se preocupe.
– ¡Fuck! ¡Fuck!
Con el arma que fue comprada con el dinero de los contribuyentes para proteger a personas como ella, Diamond está siendo apuntada. No para de pensar en la niña de cuatro años que observa todo callada, asustada, en el asiento trasero. Sabe que debe mantener la calma, pero sin apagar el teléfono. Ese video puede salvarle la vida a su hija, a ella; también puede limpiar sus nombres si la negligencia ajena decide deshonrarlos.
– ¡Yo le dije que no la buscara! ¡Yo le dije que alejara sus manos de ella! –vuelve a gritar Yánez, refiriéndose a la pistola de Castile.
– Usted le dijo que le diera su identificación y su licencia de conducir –Diamond desmiente que Philando se haya movido para intentar agarrar su arma, frente al uniformado, frente a todos quienes los observan por Facebook.
Sin dejarle de hablar, ella vuelve a chequear a su pareja con su cámara. Su cabeza ha desaparecido detrás del asiento del copiloto. La sangre, ese líquido que debe permanecer adentro, ha sido sacada de su cauce. Una franja roja gruesa cruza la franela blanca que viste al torso joven, ahora inmóvil.
– Oh mi Dios, no me digas que está muerto… Fuck… Por favor, no me digas que mi novio partió de esta forma. Por favor, no me digas esto Señor. Por favor Jesús, no me digas que mi novio partió de esta forma.
– Deja las manos donde están, por favor.
– Sí, agente. Yo dejaré mis manos donde están… Por favor, no me digas esto Señor. Por favor Jesús, no me digas que se ha ido. No me digas que se ha ido… Por favor agente, no me diga que usted le hizo eso… insertarle cuatro balas…
Varios miembros de otro grupo policial, Roseville Police, se acercan al lugar de los hechos. Uno de ellos carga a la pequeña Deanna y la aleja del auto, mientras otro coloca a Diamond en la acera boca abajo y esposa sus muñecas.
Los vértices de las gramas y el cielo a punto de permitir que crezca la oscuridad, son las únicas imágenes que recibe Facebook. Solo el audio de la cámara del teléfono sigue registrándolo todo por diez minutos.
Es justo en ese instante cuando una residente de la zona comienza a filmar el momento en el que finalmente sacan a Philando del carro, e intentan reanimarlo. Pero a los pocos minutos de haber sido trasladado en ambulancia al Hennepin County Medical Center, muere.
Los treinta años de calma de Falcon Heights han llegado a su fin de forma involuntaria; uno de sus centinelas se ha convertido en un asesino.
9:45 p.m. Ningún portavoz de los entes involucrados en la investigación ha emitido un comunicado. No obstante, ya los medios de comunicación del país reportan los hechos: «En menos de 48 horas dos afroamericanos han sido asesinados por efectivos policiales», refiriéndose al video que circuló el día anterior por las redes sociales en el que aparecen dos oficiales de Baton Rouge, Louisiana, disparándole a quemarropa a un vendedor de discos compactos, Alton Sterling, y ahora a la grabación de Diamond Reynolds, transmitida en vivo a casi 300 mil personas.
Dos estadounidenses que se apegaron al derecho constitucional que les da su país de portar un arma de fuego, y que sin sacarlas o hacerles creer a la policía que las usarían en su contra, perdieron sus vidas por ello. Philando recibió múltiples impactos de balas en su brazo y costado izquierdo, mientras que a Sterling los disparos en la espalda y en el pecho le pintaron de esclerótica los ojos.
11:00 p.m. Falcon Heights. Detrás de la cinta amarilla que delimita la escena del crimen se han multiplicado las personas, las velas, los carteles: «Todos ustedes son blancos y azules», «No más brutalidad policial», «Si no hay justicia, no habrá paz».
Al día siguiente se convertirán en miles en distintas metrópolis de la nación.
Todos han podido reconstruir los hechos a través de videos suministrados, no por agentes de seguridad, sino por civiles; personas que presenciaron una injusticia, y que sabían que sin evidencias estas tenían altas probabilidades de no ser castigadas.
7 de julio de 2016. Black Lives Matter está de nuevo en la televisión.
Barak Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos, le habla a su país desde Varsovia. Su estadía en la capital polaca tiene como propósito discutir las consecuencias de la decisión británica de abandonar la Unión Europea. Pero el deceso en menos de veinticuatros horas de dos afroamericanos víctimas de la brutalidad policial, y la represalia en Dallas que le arrebató la vida a cinco agentes del orden público, han interrumpido dos veces su agenda.
Viste a sus palabras con moderación; con la sapiencia de un político que sabe que ni siendo jefe de Estado tiene el poder de resolver un conflicto que también lo afecta a él y a su familia:
«El admitir que tenemos un serio problema no contradice, de ninguna forma, nuestro respeto y aprecio por la gran mayoría de los policías, quienes ponen todos los días sus vidas en peligro para proteger las nuestras. Dicho esto, como nación podemos y debemos establecer mejores prácticas para reducir la apariencia que da, o la realidad de que el racismo existe en nuestras fuerzas de orden público (…) Todos los estadounidenses deberíamos reconocer el enfado, frustración y dolor que muchos de nuestros compatriotas están sintiendo (…) Vamos a unirnos como nación y mantener la fe en el otro, para asegurar un futuro en el cual la vida de todos nuestros niños valgan lo mismo».
Puede que el hecho de ser la gran potencia económica del Nuevo Mundo haya ocasionado que los humanos que habitan este planeta, incluyendo los mismos estadounidenses, olvidasen lo joven que es los Estados Unidos de América como nación; un territorio que logró en 240 años de vida republicana lo que a países desarrollados en Europa y Asia les tomó siglos.
Sin embargo, ese talento excepcional para los negocios, para la innovación tecnológica, y el aura de modernidad, progreso social que exhiben a través de la industria del entretenimiento, contrastan con problemas de integración racial que debieron convertirse en páginas de su historia, de su pasado.
Es por ello que en 2016 es posible ver a algunos personeros de ciertas unidades del Ku Klux Klan exigir la «purificación» de la sociedad.
Son las células restantes del grupo de resistencia blanca sureña fundado en 1866; una de las consecuencias que dejó la mera posibilidad de discutir la abolición de la esclavitud en ese país.
La elección de Abraham Lincoln, de un presidente detractor de la esclavitud, dividió al país en 1861 y ocasionó una Guerra Civil que duró cuatro años. En ella perdieron la vida 620 mil personas; un número exorbitante si se compara con los 17 mil muertos de la Guerra de Independencia.
Los estados sureños de Carolina del Sur, Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Louisiana y Texas pelearon por la secesión, con el apoyo de sus vecinos: Arkansas, Tennessee, Carolina del Norte y Virginia. Juntos conformaron la Confederación de los Estados de América. Mientras que el ejército de los Estados Unidos, la Unión (el norte de la nación), tuvo que batallar por la reunificación y por la liberación de 4 millones de esclavos. Al final estos últimos triunfaron, pero todo por lo que lucharon, duró un poco más de 10 años.
En el período de la Reconstrucción, los blancos sureños desconocieron los derechos ganados por sus exsubyugados, y establecieron las reglas «Jim Crow». Un código de convivencia social basado en el reconocimiento de la supremacía blanca; la segregación como solución para volver a marginar a los negros, separarlos de los blancos. Luego le sucedería la postguerra, época en la que muchos políticos aprovecharon la recesión económica para hacerle creer a los blancos pobres que si apoyaban las ideas emancipadoras de los norteños, iban a perder sus empleos a manos de una raza más fuerte, hecha para el trabajo.
Por todas estas razones la Corte Suprema aprobó en 1896 la polémica ley del «separados, pero iguales (ante los ojos de Dios)». En donde el uso de servicios públicos, lugares residenciales, colegios e iglesias serían designados por el color de piel de los ciudadanos.
Un conjunto de normas que afectó cada aspecto de la vida de los seres humanos que tuvieron que someterse a ella. Incluyendo a los más de 360 mil solados afroamericanos que pelearon en la I Guerra Mundial, quienes fueron recibidos, no con honores, sino con 25 revueltas nacionales, además de algunos linchamientos.
Fue apenas en los años cincuenta que comenzó oficialmente la lucha contra la segregación racial.
La Ley de los Derechos Civiles liderada entre otros por Martin Luther King Jr., fue aprobada por el Congreso en 1964, tan solo 52 años atrás. Esto quiere decir que un estadounidense de 70 años recuerda lo que era vivir bajo las reglas Jim Crow.
Solo el hijo, los nietos y ahora bisnietos de este, han nacido en un país donde el blanco y el negro gozan de los mismos derechos constitucionales. Pero casos como los de Philando Castile y Alton Sterling demuestran que las lesiones de esos casi dos siglos de discriminación racial todavía son palpables.
Las palabras raza-gueto (zona pobre) han creado un impacto tan profundo en los Estados Unidos, que a menudo se entrelazan para determinar el futuro de un individuo. Las áreas residenciales de bajos recursos, a las que fueron desplazados los afroamericanos, no les permitió obtener a muchos de ellos los privilegios de sus coterráneos, los de poca melanina. Y no es secreto que en donde sobra la pobreza, la delincuencia tiende a derramarse.
Hoy en día la desigualdad social siga atada al color de piel.
Mientras el Ku Klux Klan y otros grupos promotores del odio racial utilizan las plataformas sociales para fortalecerse, Black Lives Matter, una organización también polémica, ha organizado protestas en varias ciudades del país. Algunas de ellas se han tornado violentas. En Saint Paul varios policías resultaron heridos con piedras y cócteles molotov. Mientras, muchos políticos y periodistas conservadores le han hecho creer a un sector de la población que BLM y la lucha por el fin del racismo son lo mismo, tildando al movimiento de antipolicial, o simplemente han lanzado la pelota del lado de la cancha de los manifestantes: «La mayoría de los afroamericanos muere en manos de otros afroamericanos por la guerra de pandillas. Deberían hacer énfasis en parar la violencia en su propia cultura, en vez de responsabilizar a otros».
«¡Shit!», es la primera palabra que sale de la boca de Michael Bautista cuando escucha el intercambio de disparos entre Dallas Police y un francotirador apostado en uno de los edificios de El Centro College.
Desde su teléfono móvil transmite en vivo para su Facebook las imágenes de cuatro patrullas con las sirenas encendidas en las inmediaciones de la universidad. Cuatro escudos de metal que protegen la vida de tres uniformados que no abandonan el cuerpo de un oficial caído.
«No se preocupen», le dice Bautista a sus espectadores. «Estoy detrás, detrás de un árbol», al tiempo que hace un paneo de izquierda a derecha, deteniendo su cámara en la esquina siguiente, en un lugar donde otro ser humano yace inerte sobre el pavimento.
El dedo detrás del terror es Micah Johnson, un afroamericano y exveterano del ejército que estuvo meses apostado en Afganistán. Él ha decidido emboscar a la «policía blanca» que vigila una marcha en honor a Alton Sterling y Philando Castile. Sabe que sus detonaciones convertirán a los manifestantes en una estampida de gritos buscando amparo, y que solo aquellos que han jurado proteger a la ciudadanía irán a donde él se encuentra.
El heroismo se enfrenta al radicalismo.
A Johnson lo protegen un chaleco antibalas, una Glock 19 Gen 4, una Fraser calibre 25 y un rifle de asalto semiautomático Izhmash Saiga. Todos comprados de forma legal, incluso por internet.
Cuatro horas y media duraría el enfrentamiento. En él, Michael Smith, Lorne Ahrens, Michael Krol, Patrick Zamarripa y Brent Thompson, cinco policías que nunca habían estado involucrados en alguna ejecución de un afroamericano, perderían sus vidas. Siete oficiales resultarían lesionados, al igual que dos civiles.
La ira de Johnson fue apagada definitivamente por un robot bomba. No obstante, el episodio sería «suficiente para crear efectos devastadores en la ciudad», según las palabras de David Brown, Jefe de Dallas Police.
Un día antes de este ataque, el más letal en la historia de las fuerzas policiales estadounidenses desde el 11 de septiembre de 2001, The African-American League, uno de los grupos que Johnson seguía con frecuencia en sus redes sociales, haría el siguiente llamado:
«¡El Cerdo ha disparado y matado a Alton Sterling en Baton Rouge, Louisiana! Tú y yo sabemos qué debemos hacer, y no me refiero a marchar, a hacer ruido o atender convenciones. ¡Debemos reunir las tropas! Ha llegado el momento de visitar Louisiana y hacer una barbacoa. Nuestra reunión tendrá su momento culminante cuando rociemos ¡sangre de cerdos!».
Apenas las pantallas de los canales de televisión, de las páginas electrónicas, y los micrófonos de las emisoras de radio empezaron a convertirse en una sucesión de informaciones trágicas sobre Texas, este grupo nacionalista para la gente negra desapareció con un clic el comentario; mas no las próximas bajas azules en Baton Rouge.
Montrell Jackson, Matthew Gerald y Brad Garafola serían emboscados en una estación de gasolina por el exmarine Gavin Long y surifle de asalto. Tres policías más resultarían
heridos.
A pesar de estos hechos, que multiplican la ausencia injustificada de vidas y las tensiones en el país, la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), continúa su faena: proteger una industria multibillonaria, evitando a todo costo la anulación de la Segunda Enmienda constitucional:
«Una milicia bien regulada es necesaria para la seguridad de un Estado libre. El derecho del pueblo a poseer y portar armas, no será infringido».
Millones de dólares al año destinados a fondos para campañas electorales. Reducción de votos a favor si se les niega el apoyo. Posicionamiento de magistrados en la Corte Suprema de Justicia. Presión política que durante décadas ha acobardado a los líderes federales para erradicar esta ley, o al menos crear mayores restricciones a la venta y adquisición de armas, especialmente las de uso militar, incluso después del penoso episodio de la escuela primaria de Sandy Hook en 2012, donde fueron asesinados veinte niños que no pasaban los siete años.
Una adición a la Carta Magna que no es interpretada bajo el contexto histórico de su creación (1671), sino que es utilizada por los aficionados a las armas para perpetuar beneficios personales a pesar de ataques terroristas como el de Orlando y el de Boston, los 372 asesinatos masivos en el año 2015, homicidios, violencia pandillera y suicidios. Los crímenes y suicidios cometidos con armas de fuego son mayores en los Estados Unidos que en cualquier otro territorio desarrollado.
Muchos le atribuyen estas cifras al resurgimiento de la guerra de pandillas en esas urbes, mientras que James Comey, el director del FBI, piensa que todo es parte del efecto «video que se hace viral». El temor a ser grabados ha ocasionado que las fuerzas de seguridad policiales teman controlar a un sospechoso, ya que podrían ser filmados en el acto. Pero son pocos los que mencionan un patrón que además de familiar, es indiscutible: en los últimos dos años se ha establecido un récord en la venta de armas de fuego en los Estados Unidos, específicamente en noviembre de 2015: 2,243,030 ventas (datos del FBI).
Estimuladas por la publicidad en la página electrónica de la NRA:
«Contamos con las armas de fuego más populares en los Estados Unidos para el tiro deportivo, la caza y la autodefensa», «Entre hoy, ¡no pierda su chance de ganar! Doce armas serán regaladas», acompañadas de imágenes de Zhukov AK rifles, SIG MPX K PSB Pistols, entre otros armamentos de guerra.
Es difícil determinar el número exacto de armas de fuego en los Estados Unidos, ya que cada uno de sus cincuenta estados tiene sus propias leyes. Sin embargo, los resultados de una encuesta realizada por el Congressional Research Center arrojaron que en el año 2009 hubo alrededor de 310 millones en manos de civiles. Lo cual quiere decir que podría haber más armas que personas en los Estados Unidos, dado que la población nacional de ese año era de 307 millones habitantes.
Pero mientras la sociedad estadounidense se escudriña a sí misma, se cuestiona o responsabiliza al otro bando, las voces de los familiares de las víctimas clamando lo más simple, siguen siendo desatendidas. Como las Sandra Sterling, tía que crió a Alton después de que su madre muriese: «Si una persona tiene prejuicios hacia la gente negra… Por favor, no se convierta en policía».
Texto publicado en Capin melao en 2016.